jueves, 16 de octubre de 2008

A Linda Christian con un beso.








Según los datos de la Organización Mundial de Salud para nuestros países de América, desaparecen anualmente unas tres mil personas; en Norteamérica una tercera parte de ellas. El caso de Ylenia Maria Sole Carrisi Power, 23 años, quien después de pasar Navidad de 1993 con su familia viajó a Nueva Orleans, donde fue vista por última vez el 6 de enero de 1994, pasaría a formar parte de la fría estadística si no fuera quién es: descendiente de una estirpe de artistas, sus abuelos son Tyrone Power y Linda Christian y sus padres AlBano y Romina Power.
Por Linda Christian conocí a Albano y Romina, ahora desolados, en mejores tiempos para ellos, cuando llegaban a la Ciudad de México en plan de trabajo o familiar, por residir Linda en el Distrito Federal, con quien hace unos años me pidieron conversar largamente para Vogue en una entrevista que se convirtió en parte de sus memorias. Linda es una mujer muy amable, cálida como la que más y tiene un agudo sentido del humor. Luego que finalizamos nuestro trabajo fui varias veces a su mansión, a reuniones en que solía recibir a sus amigos, hasta que se trasladó a España, donde suele residir en una finca en Palma de Mallorca “en una casa rodeada de campos de golf y con refugio atómico”, antes de volverse a vivir en Palm Springs, donde su casa que heredó de Tyrone Power está incluida en la guía de la ciudad. Linda dedicó sus recuerdos que rescaté en mi entrevista con ella “a las hipócritas, a mis colegas, que las han hecho en mayor cantidad que yo y quieren pasar por santas”. Ninguna tragedia familiar la atacaba y Linda Christian recordó entonces: ́Fui descubierta por Hollywood como son descubiertas la mayor parte de las actrices, aunque no lo digan, o sea, entrando en un dormitorio. Era el de Errol Flynn. Fue el primer hombre de mi vida y me disgusta porque habló muy mal de mi en su libro de memorias. Resultó ser un reptil. Dijo que le costé una fortuna con el dentista; la verdad es que cuando puse el pie en Hollywood comenzaron a dolerme las muelas del juicio. Tuve, por lo tanto, que ir al dentista, y puedo asegurar que para Errol no fue un gran gasto. Puedo afirmar que fui la menor de edad que menos le costó. Yo tenía diecisiete años, y lo conocí cuando él estaba metido hasta el cuello en un escándalo: dos muchachas menores lo habían denunciado pretendiendo sumas formidables como indemnización, llamémosla moral. Errol sostenía que las muchachitas no eran más que una trampa que le había tendido la sociedad cinematográfica para la que trabajaba y con la que no quería renovar contrato. En su villa, donde lo veía, todo era un ir y venir continuo de abogados. Al cerrar los ojos vuelvo a ver el enorme bar y junto a éste, siempre con un vaso en la mano, a Errol impregnado de alcohol como una esponja. Todavía resuenan en mis oídos lo que los abogados repetían de continuo: jailbait, que traducido al pie de la letra quiere decir “cebo para la cárcel”. Yo estaba aterrada. No quería que mi presencia en la villa dañara a Errol; él era mi ídolo. Lo vi por primera vez en una fiesta aquí en la Ciudad de México, y creí haber encontrado al hombre en cuyos hombros podría apoyar mi cabeza. Entonces yo trabajaba como ayudante de un cirujano plástico y quería ser doctora en medicina; tenía detrás de mi una vida rica en viajes, hablaba seis idiomas, había estudiado en el Poggio Imperiale de Florencia; mi padre era holandés, director de una empresa petrolera, y mi madre medio española, un cuarto alemana y un cuarto francesa. Yo soy mexicana, nací en Tampico, como Blanca Rosa Stella Henrietta Welter Vorhauer, y debo haber sido atractiva porque llamé de inmediato la atención de Errol, apenas puse el pie en el restaurante mexicano donde le daban una fiesta:
“-Quieres ser doctora?” -me dijo Errol-. “¿Estás loca? ¿Quieres echar a perder tu belleza entre las jeringas y los bisturíes?. Hollywood tiene necesidad de mujeres como tú. Y el mundo tiene que verte en las pantallas. Hablaré con tu madre; la convenceré de que el cine es tu destino.”
Y habló con mi madre. Luego me invitó a partir al día siguiente para Acapulco, desde luego con un grupo de personas, y fueron tales sus insistencias que mi madre cedió y me permitió ir. En Acapulco, Errol penetró en mi cuarto pasando por la ventana. Me sentía como Julieta y él era mi Romeo. A partir de esa noche conocí las costumbres de un ambiente despiadado y duro. Yo no lo sabía entonces, por supuesto, pero junto con decidir irme a Hollywood junto a Errol, se decidió el destino de mi vida. En Hollywood las mujeres estaban todas más o menos en venta. Yo era carne fresca. Pero nunca fui demasiado tonta. Pronto me harté de las borracheras de Errol y de sus enredos judiciales y arranqué a un pequeño departamento que pude alquilar. Errol nunca me perdonó que lo abandonara. La segunda noche trató de hundir la puerta de mi refugio a puntapiés y puñetazos. Gritaba:
“-¡Abreme! ¡Nos casaremos, no seas estúpida!”
Yo no le abrí. Pero fue una noche de terror, porque no sabía a quién acudir. ¿Cómo contar a mi familia lo que me estaba sucediendo, si se habían opuesto a mi viaje con él? Busqué otra casa y pedí ayuda a un conocido hombre de relaciones públicas, que resultó ser otra alimaña y desapareció como tal.
“-¿Quieres resguardo? -me dijo-. No hay problema. Ven conmigo y hoy mismo estarás más protegida de lo que puedas imaginarte”.
Dicho y hecho. Me llevó a una hermosísima mansión de diseño oriental, era un palacio en pleno Beverly Hills. Pero apenas entré, vi que venía a mi encuentro un hombre alto con zapatillas de tenis. Esa persona se inclinó y me susurró:
“-¿Te gusta esta casa? Aquí estarás segura.”
Era Howard Hughes, que siempre usaba zapatillas de tenis. Como yo no estaba preparada para el encuentro, no supe hacer otra cosa sino preguntarle dónde estaban los servicios. Era el único modo de poner en orden mis ideas y darme tiempo. En el baño me topé con Jane Russell, que tenía unos senos enormes: se estaba arreglando y ponía carmín en sus labios.
“-Hello! -me dijo. Mientras terminaba acomodándose sus senos con el aire más natural del mundo. Luego se alejó contoneándose por el pasillo. Entonces salí y les comuniqué a Hughes y su procurador de jovencitas: -Señores, perdonen. No es este el tipo de protección que yo busco. Esta casa se parece demasiado a un harén. Y yo no quiero recluirme en un harén.
Ambos se quedaron mirándome como si yo fuera un animal raro. Hughes hizo un ademán de desentendimiento y yo me di vuelta y salí. ¿Cómo es posible que haya mujeres que acepten entrar en caballerizas? Es cierto que he dicho “no” a muchos hombres de esta especie. También a Frank Sinatra me le negué. ¡Pobre Sinatra! Había bebido y se me echó encima. Estábamos en su casa, donde me había invitado para escuchar su último disco, yo suponía. Su voz, como a todos, creo, me gustaba, pero no me gustaba él. Yo ya me había divorciado de Tyrone Power, y Sinatra me había cortejado años antes cuando yo estaba contratada por MGM, y él también tenía contrato con la Metro. Aquella tarde yo había ido a su casa para descubrir porqué lo rechacé cuando él era un divo y yo una actrizuela en sus primeros “pinitos”. Helo aquí: era demasiado agresivo. Suponía que por ser quien era, podía tomar a su regalado gusto. Lo aparté bruscamente cuando se me echó encima; fueron dos o tres saltos; luego, no sabiendo ya cómo defenderme, comencé a correr por la habitación; fue una pieza de sainete. El se puso furibundo. Lanzaba unos alaridos que, a su lado, los que había oído de Tarzán, el hombre mono, parecían vagidos de niño. Sinatra vivía en una montaña y me gritó que tendría que bajar a pie. Yo me encerré en su propio dormitorio y llamé un taxi. Cuando llegó el auto y salí, Sinatra estaba absolutamente dormido, borracho. Pobre de él, se ofendió mortalmente conmigo cuando conté esta historia. Al menos puedo asegurar que nunca fue gay. Porque casi todos los galanes de la pantalla lo eran, o al menos sólo eran buenos amantes delante de las cámaras. Yo había conseguido un contrato con la RKO, presentándome directamente con Charles Koerner, el director de la empresa. Le dije: “Mire, mi madre llega aquí mañana y si no tengo un contrato me lleva con ella de vuelta a casa -lo que era cierto-. Por lo tanto, usted debe darme un contrato. Hablo varios idiomas, nado y bailo con estilo”. Y él se convenció con mi desenvoltura y me contrató. Pero fue en vano, porque no me empleaban en alguna película. Ava Gardner, que estaba en los principios lo mismo que yo, y que, no obstante estar contratada por la Metro no lograba ni siquiera hacer de comparsa en una cinta, me repetía a menudo:
“-¿Qué estamos haciendo aquí?”
Rita Hayworth estaba en las mismas, pero entonces conoció a Orson Welles y la ayudó. Orson era un hombre de verdad. Y muy ingenioso; con su historia de los marcianos invadiendo la tierra que había trasmitido por radio en Nueva York, nos moríamos de la risa. Yo estaba sola cuando me vino el golpe de suerte. Fue a través de la revista LIFE, donde me dedicaron varias páginas y me bautizaron “la bomba anatómica”, en contraposición a Rita, a quien habían bautizado “la bomba atómica”. Entonces me tomaron más en serio. En esa época yo soñaba trabajar con Cary Grant, que era mi actor favorito y poseía un encanto increíble. Lo conocí una noche cuando me invitaron a una fiesta en casa de Tyrone Power, el que a mi no me agradaba en absoluto, pero supe que iría Cary y fui; así que en la fiesta no me paré en absoluto con el dueño de casa; para mi no existía, además porque estaba casado con Annabella, una actriz francesa. Por lo tanto, según mi mentalidad latina, era tabú. En aquella reunión, sin embargo, Tyrone, luego me contó, sólo tuvo ojos para mi. Así es el amor, llega cuando menos se lo espera. Estaba allí también Alan Ladd, que era una estrella mundial entonces, de estatura bajísimo y que en la pantalla parece un gigante; era una fiesta absolutamente hollywoodense, en que todos se preguntan “¿cómo estás? ¿qué estás haciendo?”, pero nadie escucha la respuesta, cada uno en lo suyo. Vi a César Romero en un rincón que no dejaba de seguir con la mirada a Tyrone; luego supe que César tenía una pasión morbosa por Ty. Incluso se había buscado una casa cercana a la de él; escaseó su asedio a Ty sólo cuando yo entré a la vida de él. Romero me odió con toda su alma cuando Ty me pidió que nos casáramos. Cary Grant también se puso tristísimo, pero solo después lo supe, porque esa noche, en verdad, yo le hice la corte, pero luego, de golpe, se detuvo en seco y me dijo:
“-Dejémoslo por las buenas. Eres una mujer con tanto fuego dentro, y yo no sé apagar siquiera una candela”.
También Cary estaba abrumado de complejos. Los años dorados de Hollywood eran esto: era hombres de celuloide, era la mirada de perrilla falta de compañía de Marilyn Monroe, tan descarada en la pantalla y fuera del cine toda inseguridad. Todos andábamos como en una cuerda floja. A algunos no se les notaba y eran la cara contraria, como Lana Turner, que era la histeria absoluta. Lana estallaba de la manera más increíble cuando no conseguía algo, que generalmente era un hombre; rompía cualquier cosa que tuviera a mano, golpeaba con los pies, rompía vasos y platos, y se negaba a trabajar. Lana sí que era una devoradora de hombres, y bebía hasta el punto de quedar reducida a un estado inexpresable, y como era la actriz del momento, todo el mundo tenía que aplacarla. Marilyn era otra cosa, estaba siempre como una niña perdida en un mundo de adultos, un mundo que acabó con ella, como con muchas otras menos conocidas. ¿Por qué me quedé en Hollywood? ¿Por qué no desistí al ver todo esto? Porque no me quería dar por vencida. No quería rendirme. Al fin me dieron mi primer papel, en “Vacaciones en México” (1945), con Xavier Cugat, lo que me sirvió de aliento: no tenía que decir una palabra, y el perrito que debía llevar en brazos tenía un papel más vistoso que el mío; en la trama en un instante debía mostrarme celosa de Cugat, y no sé cómo me las arreglé para expresar celos sin tener siquiera un parlamento, pero lo hice, y tan bien que Darryl Zanuck ordenó una extensa prueba para mi. Luego, la RKO me ocupó y con ellos hice una película de serie que era muy popular con el tema de Tarzán, según los personajes creados por Edgar Rice Burroughs, dirigida por Robert Florey, donde yo era una sirena de nombre Mara de la cual medio se enamoraba el hombre mono, que terminó casado con Jane y que cerró la saga en que Tarzán era interpretado por Johnny Weissmuller: (“Tarzán y la sirena”, 1946)) se filmó en México y estuve feliz de trabajar cerca de mi familia; Johnny era encantador y se fascinó en México comprando una casa en Acapulco donde vivió sus últimos años. Como se trataba de Tarzán, casi todas las escenas las hacíamos al aire libre, y yo debía estar en el agua la mitad del día porque se trataba de que él me salvaba de unos cocodrilos y otros monstruos. Yo, para no morir de pulmonía, a veces me echaba panza arriba mientras alguno, cerca, me daba sorbitos de tequila; eso recuerdo de esta cinta: un frío horrible que debí sufrir porque mis escenas eran casi todas dentro de agua o corriendo a pie descubierto en una maraña que se suponía la selva de África. No fue nada de agradable, pero me ayudó en mi carrera. Supongo que como sirena de la selva tuve que ser un cañonazo, porque el entonces presidente de México, Miguel Alemán, quiso conocerme; era un hombre agradable, lleno de calor humano e hizo mucho por mi. Yo le confié mis penas en Hollywood, había firmado hacía poco contrato con MGM pero no tenían planes para mi y le dije que no adelantaba en modo alguno, a pesar de mi disposición a trabajar y a estar continuamente preparándome para ello. El presidente Alemán, sin decirme nada, expidió un telegrama al accionista principal de la MGM pidiéndole que me ayudara y me utilizara en películas. En la Metro me ayudaron, pero el rol de “estrella” es más terrible que el de “estrellita”, porque en la cumbre se está solo, absoluta y totalmente sin compañía. Hice algunas cosas, pero los guiones eran terribles, recuerdo Green Dolphin Street (La calle del delfín verde, 1947) dirigida por Victor Saville, que era un excelente productor inglés...los estelares lo llevaban Van Heflin y Lana Turner. Entre tanto, el desgaste era terrible porque debías ir a cuanto acto público te pedía los estudios, lo que era todos los días y a cualquier hora, siempre sonriendo, dispuesta, descansada, con una falta horrible de buenos guiones y amigos verdaderos. Hice Battle Zone (Zona de Batalla, 1952) una cinta bélica escrita por Steve Fisher, y dirigida por Lesley Selander, que ahora es considerado un director respetado de cintas clase B, por su bajo presupuesto, sin embargo logró dirigir algunos westerns famosos, como las sagas protagonizadas por Buck Jones, William Boyd y Gene Autry; cuando me dijeron que fuera a buscar mi guión a la oficina de Selander, mi emoción fue enorme, cuando en casa lo leí, supe que en la Metro no tenía destino, y debía seguir buscando mi oportunidad. Poco después para Columbia Pictures hice Slaves of Babylon (1953) dirigida por William Castle, donde hacía de Princesa Pantea, en una aventura bíblica con Nabucodonosor contra el ejército hebreo. Uno de los pocos filmes épicos no italiano con bajo presupuesto, fue filmado en doble tanda con otra cinta que trataba de Cleopatra y en los mismos escenarios de “Salomé”, que había terminado de filmar Rita Hayworth, a quien le pagaron por esa cinta lo mismo que a mi por un secundario con tres diálogos; en esos días con Rita comparamos nuestros guiones y sacamos nuestros números y vimos que era prácticamente el mismo equipo técnico y actores; es que al productor Sam Katzman le gustaba aprovechar hasta el último centavo de presupuesto. Filmé luego The House of the Seven Hawk (La casa de los siete halcones, 1959) dirigida por Richard Thorpe, con Robert Taylor, que era un drama basado en una novela de Victor Canning, y que era muy superior al guión. Hice The Devil’s Hand (1961), dirigida por William Hole Jr. La historia era terrible y lo único interesante fue que mi galán era Robert Alda, un actor que hizo varios clásicos del cine: dedujimos que habíamos decidido trabajar en ese guión por pura necesidad. Hice algunos estelares en Europa, como Murder in Amsterdam (1966), en Holanda, dirigida por Arthur Dreifuss, y que originalmente se llamaba “10.32". En Gran Bretaña hice una comedia, The V.I.P.s, (Hotel Internacional, 1963), dirigida por Anthony Asquisth, que lo más interesante que tenía era el reparto: Liz Taylor, Richard Burton, Louis Jourdan, Rod Taylor, Maggie Smith, Orson Welles y Margaret Rutherford, una gran dama de la actuación, que recibió por esta actuación un Oscar de la Academia. También fui dirigida por el italiano Francesco Rosi en Il momento della veritá (El momento de la verdad, 1965), que filmamos en Italia y España: él había dirigido a Anna Magnani, Alberto Sordi, Sophia Loren, y pensé que era una buena oportunidad para mi trabajar con Rosi, pero terminamos filmando en Barcelona una historia de toreros con Miguel Mateo. En Italia he filmado otras cintas, como L'Oro Del Mondo (1968) dirigida por Aldo Grimaldi, que era un musical, y algunos thrillers como Delitti (1987) dirigida por Giovanna Lenzi y Sergio Pastore, y Un Cambiamento d'Aria (1988) dirigida por Gian Pietro Calasso. Por lo demás, nunca hice teatro porque los proyectos que me ofrecieron no eran interesantes, pero la televisión me interesó siempre, desde sus inicios, ¿sabes que en sus comienzos se hicieron cosas muy buenas para la televisión? Pero luego hasta ahora también sufre de falta de buenos guiones, aunque he visto algunas cosas interesantes en Europa, porque la televisión norteamericana ahora es insufrible, lo que no sucedía en sus inicios. Para la pantalla chica alcancé a hacer algo con CBS, en una serie que se llamaba La hora de Hitchcock (1963), dirigida por Bernard Girard. Y cuando nadie daba un peso por las cintas que se hacían para la televisión, en sus comienzos, fui la primera “chica-bond” de la saga del investigador James Bond en la primera adaptación que se hizo de Casino Royale (1954), de Ian Fleming, para un telefilm en que el héroe era Barry Nelson y el villano un actor genial: Peter Lorre. En verdad que si se lograron cintas memorables en Hollywood fue porque las mismas actrices se proporcionaban sus guiones, yo no tuve esa suerte de toparme con un script memorable. A los estudios lo único que les interesaba era el éxito fácil de taquilla. Igual que ahora, el cine es un negocio como cualquier otro, costumbre de la que algunos, afortunadamente, en sus inicios logran desprenderse, yo diría que a partir de El Ciudadano Kane. En en un momento abandoné Hollywood y me fui a Nueva York, a ver teatro, a leer, a estudiar. Estaba allá cuando me escribió mi padre ordenando que fuera con mi hermana Ariadna a encontrarlo en Roma. Mi padre estaba en Europa hacía un tiempo y en Italia se cruzó mi destino. Con mi hermana llegamos tres días antes de lo previsto a Roma, y nos alojamos en el mismo hotel donde, por casualidad, estaba Tyrone Power, que era considerado uno de los dos hombres más bellos de los comienzos del cine sonoro, el otro era Errol Flynn. Pienso que fue el destino quien trazó que me volviera a encontrar con Tyrone, a quien yo cuando le había conocido no me produjo nada, y no tuve entonces una primera intención en ir a saludarlo, pero mi hermana, que era admiradora de él, dijo:
-Linda, tú sabes que Tryrone Power es mi actor favorito. Quiero a toda costa un autógrafo suyo, ¡tienes que llevarme a conocerlo!
Lo llamé a su habitación y nos recibió de inmediato. Ty estaba en la puerta preparado para darnos la bienvenida, en una bata roja, tan guapo como yo nunca lo había visto antes. Su sonrisa era cálida y amigable e iluminaba su rostro. Así lo recuerdo ese día. Cuando nuestras miradas se cruzaron, descubrí algo asombroso en sus ojos, era algo que yo nunca había visto en otro hombre, nunca antes. Nos quedamos ambos sin movernos ni hablar. Me sentí de repente incómoda, como si algo extraño ocurriese. Me pasé la mano por el pelo, pensando que había olvidado peinarme, porque vi en su mirada también algo extraño que no sabía qué era. Entonces también él pasó su mano por mi cabeza, en un gesto cálido, entendiendo, y dijo:
-No, no, si estás bien así. Como te recuerdo, linda.
Fue como si dos extraños hubieran sido empujados a un corredor estrecho y se encontraran frente a frente sin poder pasar... Se hizo un silencio, parecía como si el cuarto entero vibrara y nosotros esperásemos a que se aquietara antes de hablar algo. Dentro de mi cuerpo percibía un extraño temblor y me sentía perdida ante esta extraordinaria y misteriosa revelación, porque fue como si el mundo se abriera ante mis ojos. Entonces, antes de que mi razón pudiera procesarlo, sentí la increíble reacción química del amor. Y quien lo haya sentido, me entiende. Al día siguiente comimos juntos con un grupo de amigos. Al despedirnos me insistió en que debía verme en la noche, y yo asentí de inmediato; el amor es un lenguaje sin palabras, pero qué cálido resulta una vez que se pronuncia. Cuando, ya solos, él habló, apenas pude escucharlo porque me llevó a cenar a un lugarcito ubicado en un sótano de la Vía Veneto, y el sitio estaba lleno y a duras penas nos ubicaron; en lo alto, una banda tocaba música estridente, y algunos se acercaban a pedir autógrafos, mientras todos los demás nos observaban. Allí, en ese ambiente, Ty aferró mis manos y me dijo:
-La última vez que estuve aquí era muy tranquilo, casi no había persona alguna y la música era cadenciosa. Pero, aún así, debo decir lo que vine a decirte. Linda, deseo que nos casemos. Yo te amo. Ahora, ¡vámonos de aquí!
Me tomó de la mano y salimos corriendo. Y todo lo demás dejó de existir para mi. En esos días, las revistas daban por hecho que Ty estaba a punto de casarse con Lana Turner. A su regreso de Roma, la Twentieh Century Fox de la cual Ty era el astro principal porque atraía la mayor taquilla, anunció de inmediato que los planes de boda se habían aplazado. A los pocos días nos casamos. Y, por amor, todo el Hollywood desolador dejaría de importame para siempre, porque fui inmensamente feliz con Ty y me dio las dos mayores joyas que pudo darme la vida: a mis hijas Romina y Taryn. Y a mis nietos preciosos. La mayor de mis nietas, Yledia, es una chica preciosa: ha sido mi primera nieta y desde cuando llegó, mirarla solamente me hace pensar que la vida no ha sido en vano”.

Por Waldemar Verdugo Fuentes.
Publicado en VOGUE.

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